viernes, 24 de febrero de 2012

Sobre los canelones

Felipe se fijó en el calendario y se dio cuenta de que hacía casi un año, al mismo tiempo que la tierra temblaba en la otra parte del mundo, las cañerías se congelaron.

Era evidente que la ola de frío no remitiría jamás, que nunca dispondría del papel suficiente para alimentar a un mamut, que la prensa para extraer aceite de castor hacía tiempo que se quedó sin lubricante y que, desde lo alto de un faro, todo se ve diminuto.

Se dirigió al lugar más frío de la caravana en busca de comida. La nevera estaba repleta de hielo congelado y canelones igualmente congelados.

Recordó que, por aquella época,  regentaba un restaurante que tuvo que cerrar porque la clientela se cansó de comer siempre lo mismo. Le pidieron que variara la receta, siempre a base de sobras. Le sugirieron que probara con otras salsas aunque también fueran de bote. Le exigieron que italianizara el nombre del local e incluso que luciera un bigote como el del fontanero, el señor Bros.

Accedió a todo pero no dio resultado, era evidente que a los clientes no les gustaban los canelones.

El público que antaño abarrotaba su local frecuentaba ahora otros restaurantes donde servían lasaña, ñoquis o incluso macarrones con chorizo.

Abrió un catálogo de venta por correspondencia y decidió comprar una máquina de palomitas de maíz, estaba convencido de que los viejos que se acurrucaban en el tele-club del pueblo al calor del magnetoscopio estarían deseosos de ejercitar sus dentaduras postizas con los granos sin estallar que quedan al final de la bolsa.

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