sábado, 25 de febrero de 2012

Sobre los secretos


Felipe se llevó a la tumba sus secretos de hostelero: toda la pasta horneada que se servía en la ciudad era congelada, toda se preparaba a base de restos y sabía exactamente igual, a canelones.

El paladar del público se dejaba cegar por los pomposos nombres de los nuevos locales, por los litros de vinagre de Módena que aderezaban los platos de toda la vida para ocultar el rancio sabor de las sobras y, sobre todo, por la posibilidad de ensuciarse comiendo, chuparse los dedos después o rebañar el plato con pan y, en ocasiones especiales, con la lengua.

Algunos en el pueblo atribuyen la muerte de Felipe a un complot del gremio de la restauración para perpetuar un modelo de negocio sumamente rentable. Los defensores de la teoría de la conspiración afirman que el burro no llegó a decir todo lo que sabía. Tampoco tuvo tiempo. El municipio, falto de cebada para alimentarlo, lo entregó a un próspero picador de carne a cambio de varios sacos de pienso en previsión de futuros accidentes.

Aquel día, alguien rió a carcajadas cuando preparaba el relleno de su exitosa lasaña y encontró una herradura. 

viernes, 24 de febrero de 2012

Sobre el accidente

— Españoles, Felipe ha muerto —dijo el alcalde a un inglés, a un francés y a un rumano.

— Y pretende que nos lo creamos. ¡Pero si parece un chiste! —contestaron los tres al unísono con una extraña mezcla de acentos.

— Se lo contaré entonces de otra manera: Esto era un señor que no sabía decir frigorífico que salió a mandar una carta y al cruzar la carretera frente al camping pisó un tomate, creyendo haber oído algo distinto al tradicional chof, se agachó y no vio venir un autobús que transportaba gangosos lepeños rumbo a la emigración en Bélgica.

— ¿Murió en el acto? —preguntó el inglés.

— No, pero un baturro que comía pipas y presenció el percance lo cargó en su asno. Camino del ambulatorio sufrieron un accidente ferroviario.

— ¿Y qué fue del de Zaragoza? —preguntó el francés.

— ¿Cuál de los dos? Ya les dije que uno falleció, el otro ya se lo he dicho.

—¿Se llamaba Esteban? —preguntó el rumano.

— Ese era su nombre. El tren acabó por apartarse, matando a ambos de risa. Me lo acaba de contar el rucio.

Sobre los canelones

Felipe se fijó en el calendario y se dio cuenta de que hacía casi un año, al mismo tiempo que la tierra temblaba en la otra parte del mundo, las cañerías se congelaron.

Era evidente que la ola de frío no remitiría jamás, que nunca dispondría del papel suficiente para alimentar a un mamut, que la prensa para extraer aceite de castor hacía tiempo que se quedó sin lubricante y que, desde lo alto de un faro, todo se ve diminuto.

Se dirigió al lugar más frío de la caravana en busca de comida. La nevera estaba repleta de hielo congelado y canelones igualmente congelados.

Recordó que, por aquella época,  regentaba un restaurante que tuvo que cerrar porque la clientela se cansó de comer siempre lo mismo. Le pidieron que variara la receta, siempre a base de sobras. Le sugirieron que probara con otras salsas aunque también fueran de bote. Le exigieron que italianizara el nombre del local e incluso que luciera un bigote como el del fontanero, el señor Bros.

Accedió a todo pero no dio resultado, era evidente que a los clientes no les gustaban los canelones.

El público que antaño abarrotaba su local frecuentaba ahora otros restaurantes donde servían lasaña, ñoquis o incluso macarrones con chorizo.

Abrió un catálogo de venta por correspondencia y decidió comprar una máquina de palomitas de maíz, estaba convencido de que los viejos que se acurrucaban en el tele-club del pueblo al calor del magnetoscopio estarían deseosos de ejercitar sus dentaduras postizas con los granos sin estallar que quedan al final de la bolsa.